La presente colaboración es del Abog. Pablo Yurman y agradezco al Prof. Marcelo Gullo habérmelo facilitado.
Por Pablo
Yurman*
No es fácil arrimar al lector alguna
novedad con respecto al Día de la
Lealtad , fecha fundacional de peronismo, pero que
indudablemente entronca con los hitos históricos del Movimiento Nacional. Mucho
se ha dicho desde la historia, el sindicalismo, la política, la sociología,
entre otras disciplinas. Conocidas son las discusiones sobre si el millón de
personas congregadas aquél 17 de octubre de 1945, en Plaza de Mayo y sus
adyacencias, concurrió espontáneamente o a las órdenes de una aceitada
planificación de líderes sindicales y hasta de la mismísima Evita. Adelanto mi
opinión entre quienes ven un poco de ambas cosas. Ningún líder sindical ni
Evita hubieran podido juntar mucha gente si alguien no hubiese trabajado sobre
la realidad de cientos de miles desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, desde varios
años antes.
Puede señalarse que aquél día, que
marcó un antes y un después en la historia argentina, abrió las puertas, en
virtud de la magnitud del apoyo popular, a la candidatura de Perón y su triunfo
electoral pocos meses después y fue, por lo tanto, prólogo de lo que conocemos
como justicialismo.
Pero acaso pueda entenderse el 17 de
octubre no tanto como prólogo de lo que siguió, sino como epílogo de una
Argentina que ya nunca más sería la misma.
El querido José María Rosa y el inolvidable Arturo Jauretche en Uruguay |
LA GUERRA Y LA LEALTAD
Quizás no pueda entenderse la fecha
evocada, ni el peronismo que fue su consecuencia política, sin comprender los
profundos cambios que a todo nivel produjo el impacto en nuestro país de la
Segunda Guerra Mundial. Impactos que sobrevendrían a pesar de haber permanecido
neutrales hasta casi la finalización de la contienda. Para ello hay que
utilizar cierta capacidad de imaginación e intentar visualizar lo que hoy es el
Conurbano, pero con la fisonomía que tenían antes de la guerra mundial.
Esa región era hacia 1939, año en el
que comenzó el conflicto entre los aliados y las potencias del Eje por la
supremacía mundial, una zona de quintas o de esparcimiento que con sus pequeñas
poblaciones semi-rurales distaba mucho de la imagen con perfil industrial y
densamente poblada que hoy posee. En el medio, ocurrió la guerra y con ella, el
proceso de industrialización del país para sustituir con producción local todo
lo que hasta poco tiempo antes importábamos procedente de Europa y, en menor
medida, de Estados Unidos. Si bien es dable acotar que ese tibio proceso
industrializador había comenzado durante la década del 30, con la guerra se
intensificó de modo exponencial.
De todas formas, el fenómeno en sí no
era muy distinto al que ocurrió durante la Primera Guerra Mundial. Con una
enorme diferencia: a diferencia de aquél, este no sería desaprovechado, sino
profundizado en sus rasgos más salientes vinculados con la creación de un
mercado interno. En 1945 ese proceso formaría lo que agudamente Marcelo Gullo
denomina nuestra “insubordinación fundante”.
El país comenzó a manufacturar la gran
cantidad de materias primas que antes exportaba, por dos motivos básicos:
nuestros antiguos compradores, ahora disputaban una lucha descarnada por su
supremacía mundial. Y precisamente por esto último, las fábricas inglesas o
norteamericanas, francesas o belgas, que antes suministraban todo tipo de
objetos a mercados como el nuestro, desde galletitas hasta vehículos, ahora se
habían reconvertido a fabricar armas y municiones.
Fue así como lentamente, sin estímulo
oficial alguno, sin planificación, en un país con una forma mentis para la cual la industria nos era totalmente ajena,
donde antes hubo clubes de remo, de fútbol, o quintas y baldíos, comenzaron a
aparecer, primero simples talleres artesanales que apenas ocupaban a los
parientes del innovador operario que devendría empresario. Pero después, en
virtud de la mayor demanda de esos bienes, los talleres se transformaron en
fábricas que daban trabajo a cientos de obreros. Ello explica el proceso de
migraciones internas que trasladaron a cientos de miles de hombres del interior
profundo que a duras penas sobrevivían de alguna changa rural, a los suburbios
de Buenos Aires, donde los sueldos eran muy superiores y las condiciones de
vida mucho más dignas.
La generalidad de la Argentina “visible” de
entonces, esto es, la dirigencia política tradicional, los sindicatos
comunistas y socialistas ya existentes pero que utilizaban categorías de
análisis ajenas a nuestra realidad, la prensa y la universidad, no captaron el
fenómeno. El único político con la habilidad suficiente no ya para captarlo
sino para encauzarlo a través de una revolucionaria legislación laboral, fue Perón.
Y lo de revolucionaria legislación
laboral no sólo pasaba por escuchar, quizás por primera vez, a un delegado de
fábrica o de comercio, sino por dar respuestas a sus reclamos.
NI UN SOLO CRISTAL ROTO
Un testigo privilegiado que estuvo en
la Plaza aquél día de reivindicación colectiva, José María Rosa, dejó plasmado
acaso el más fidedigno relato del ambiente que se vivió en aquella jornada en
que la masa dejó de ser amontonamiento humano amorfo y se constituyó en Pueblo,
al saberse comunidad de ideales compartidos. Cuenta el historiador citado:
“Gente que no se estaba acostumbrado a ver en las calles del centro de las
ciudades, los despreciados cabecitas negras…
venidos de la campaña para trabajar en fábricas de las orillas ciudadanas,
desarropados como andaban los obreros de entonces (descamisados los llamará Américo Ghioldi).’¡Sin galera y sin
bastón/los muchachos de Perón!’. Sucios con la grasa y el aceite del Riachuelo,
destrozadas las alpargatas por la caminata; pero alegres, muy alegres, al verse
juntos y saberse tantos. Los más jóvenes marchaban con saltos, ‘¡Aquí
están/éstos son, los muchachos de Perón!’, ‘¿Si esto no es el Pueblo?/¿el
pueblo dónde está?’. No iban en orden, zigzagueaban a lo ancho de las avenidas
como si tomaran posesión de algo suyo. Silbaron al pasar ante la casa
socialista, herméticamente cerrada;… pero nada más; ninguna piedra cayó contra
el cortinaje metálico que protegía las vidrieras cerradas. Oí consignas
nacionalistas –nuestras consignas- que me desconcertaron, porque no imaginaba
que hubieran llegado hasta ellos: ‘¡Patria sí, colonia no!, ¡La Argentina para
los argentinos!”. Es cierto: no hubo un solo vidrio roto y no se derramó una
sola gota de sangre.
El relato nos recuerda que las
revoluciones populares se han hecho siempre de cara al pueblo, nunca dándole la
espalda. Es algo que sube de abajo hacia arriba y no al revés. Por ello, las
minorías que se sienten vanguardistas, con independencia del ropaje ideológico
del que circunstancialmente se valgan, jamás comprenden al Pueblo y
generalmente lo aborrecen.
Perón y Evita en uno de los tantos actos populares |
* Abogado,
Profesor adjunto de la Cátedra de Historia Constitucional Argentina,
Facultad de Derecho, Universidad Nacional de Rosario.
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