El establecimiento por ley 20770 del 16 de octubre de 1974, a propuesta del gran historiador revisionista José María Rosa, del 20 de noviembre, aniversario de la batalla de la Vuelta de Obligado, como Día de la Soberanía fue un impacto en aquel momento. Hace algunos días el decreto de la presidenta Cristina Fernández estableciendo el feriado recordatorio, también produjo revuelos aunque el paso de los años otorga mayor prudencia a todos.
¿Por qué tanta conmoción ante la decisión de recordar una batalla contra los dos más grandes imperios de aquella época, Gran Bretaña y Francia, que pretendían imponer por la fuerza su influencia en esta región?
Parte de la discusión se produce porque la batalla de la Vuelta de Obligado se vincula a don Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires y Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina en aquel tiempo.
Al contrario de muchos de los jefes de la revolución de Mayo que pertenecían mayoritariamente a la burocracia colonial, la intelectualidad profesional o clerical o a la carrera militar, don Juan Manuel fue un casi desde su infancia un hacendado hecho a sí mismo, en permanente contacto con la tierra, el desierto, los indios (su abuelo había muerto combatiendo a estos), los gauchos y la ruda actividad del campo rioplatense. Aunque era poseedor de una fortuna importante para la época decidió trabajar para tener la propia: “lo que tengo lo debo puramente al trabajo de mi industria y al crédito de mi honradez…”. Montaba a caballo como el mejor y realizaba las mismas tareas que sus peones (algunos eran indios pampas con lo que siempre mantuvo cordiales relaciones), con quienes solía compartir también, fogones, charlas y juegos. Esta actitud devino en un enorme ascendiente popular que amigos y enemigos reconocieron. Fue un ganadero-político aunque predominó en él la segunda actividad lo que le permitió ponerse por sobre los intereses de su clase.
El pragmatismo e intuición en el manejo de la “res pública” fue lo que lo alejó de los jóvenes intelectuales de la generación del 37 liderada por Esteban Echeverría, quienes en un principio lo idolatraron pero luego lo enfrentaron. Eran dos mundos demasiado diferentes. Rosas expresaba al país real, concreto que pudo gobernar para el conjunto del país sin las torpezas de un Bernardino Rivadavia. Los “muchachos reformistas y regeneradores” adherían al romanticismo pero con demasiada influencia francesa y su “nacionalismo” no tardaría en dejarse llevar por las ideas europeas.
Rosas, si bien fue un visionario progresista que anticipó el cambio de la actividad comercial de la elite porteña por la ganadería, la tierra y el comercio avanzando así sobre el desierto improductivo; políticamente fue un conservador. Defensor a ultranza del orden y la propiedad privada. Nunca adhirió a la “hispanofobia” de los intelectuales unitarios y con gran pragmatismo intentó unir la antigua tradición hispana con las ideas posteriores a la independencia. Sus adversarios admiraban casi exclusivamente a Mayo, él agregó el 9 de Julio. Fue un cultor de lo autóctono y a su manera un nacionalista rioplatense, con alguna vocación americanista. No llegaba a más, aunque era mucho frente al europeísmo de sus enemigos.
Si respetó como federal bonaerense a las provincias interiores, siempre se negó a ir más allá de los pactos interprovinciales, dado que establecer una Constitución implicaba discutir los recursos aduaneros del puerto algo que no estaba dispuesto a negociar. La posesión de estos arbitrios le permitió controlar al interior subvencionando, o no, allí donde hiciera falta al gobernador de su preferencia. Sin embargo con inteligencia dictó una Ley de Aduanas que protegía a las artesanías provinciales, de la desmedida competencia europea.
Esta política la impuso por la persuasión o la fuerza a los comerciantes porteños, la intelectualidad, la burocracia pre y post colonial, los políticos y militares profesionales, a los extranjeros –a quienes a la vez protegió- y a los propios hacendados del Litoral que debieron a regañadientes aceptar el predominio bonaerense.
La oposición tan salvaje como podía ser el propio Rosas –eran costumbres de época- se refugió en Montevideo e hizo de la orilla oriental su “bunker”, bajo protección francesa. Chile, Paraguay y Brasil no quedaron al margen de estas disputas que podemos calificar de civiles.
Muchas cuestiones se mezclaban, los intereses de Brasil, las ambiciones imperialistas de Francia en permanente disputa/alianza con Inglaterra. La negativa americanista de Rosas –avalado por las provincias- de reconocer definitivamente la independencia del Uruguay, siguiendo la tradición federal que nunca aceptó plenamente el tratado prohijado por Gran Bretaña de creación de la nueva república. Otro tanto sucedía con Paraguay.
Es en este contexto -con grupos de unitarios asilados y conspirando en Montevideo o en la Argentina y el accionar de dos torpes diplomáticos: el inglés William Gore Ouseley y el francés barón Antoine Louis Deffaudis, que de una manera un tanto personal expresaban las ambiciones de la “vieja raposa” y la liberal Francia- que se llega a un ultimátum de las dos potencias contra el gobierno de la Confederación.
De nada había servido el intento de mediación propuesto por el ministro norteamericano en Buenos Aires, William Brent, a la sazón admirador de Rosas, consistente en permitir la entrada en Montevideo de Manuel Oribe sin derramamientos de sangre.
Las demandas eran la libre navegación de los ríos hasta el Paraguay y “tal vez a Bolivia”, la retirada inmediata de las tropas argentinas del sitio de Montevideo y evitar el “bloqueo absoluto” decretado días antes por el gobierno de la Confederación.
Rosas, tenía hasta ese momento una buena relación con Gran Bretaña y con los súbditos ingleses residentes en Buenos Aires, al punto que en pleno conflicto estos demandarían a su gobierno que cese las hostilidades. Además, este hombre de fina inteligencia política y sutiles modos en algunas ocasiones, indicaba a Manuel Moreno, representante argentino en Londres la realización de algunos operativos de prensa, con diversa suerte, pero que demuestra las habilidades de este gobernante hecho a pura praxis. A Ouseley le jugó algunas picardías, como cuando hizo públicas en el “British Packet” las opiniones contra Francia que el ingenuo representante inglés había emitido en forma reservada y días después al exponer la aceptación, por parte del inglés, de la mediación norteamericana de Brent, para luego desestimarla a instancias de Deffaudis.
La compenetración con su tierra de este ganadero-gaucho lo imbuía de un profundo nacionalismo y si bien respetaba la propiedad privada a ultranza de nativos y extranjeros, no estaba dispuesto a aceptar órdenes de los imperios. Esta tierra debía ser gobernada por los criollos de acuerdo a las necesidades y características aquí existentes. En otras palabras todos podían hacer negocios y acrecentar riquezas pero las reglas de juego las fijaba la Confederación Argentina. En esto Rosas se ponía claramente por sobre los intereses de su clase, que no se beneficiaba del bloqueo y el enfrentamiento y hubiera deseado rápidas negociaciones.
Francia en pleno apogeo imperialista pero segundona de la gran Albión, soñaba con un protectorado sobre la Troya americana (Montevideo). Deffaudis, (hombre del liberal Adolphe Thiers), acentuó las presiones sobre la Confederación.
Gran Bretaña por su parte dudaba ya que tal cual lo ha demostrado el historiador John Lynch –para citar a alguien relativamente neutral- el bloqueo fue un virtual y tonto “autobloqueo” y un fracaso completo. Los mismos residentes británicos se quejaban de la torpeza de la medida.
En cuanto al intento de imponer la libre navegación de los ríos mediante la famosa expedición con armamento de última generación y buques a vapor, todo resultó un desastre. Rosas encomendó a Lucio V. Mansilla la defensa del río pero plenamente consciente que era quimérico impedir el paso de la flota enemiga. Sin embargo daba la batalla que mejor le convenía y que había aprendido en contacto con los indios: “la guerra de recursos”. Una especie de guerra de guerrillas que tendía a cortar suministros a los invasores e impedir el abastecimiento. Conocía que los diplomáticos tenían un dubitativo apoyo de sus países y también que los militares no estaban dispuestos a una operación terrestre ya que temían un desastre peor que el de 1807.
El combate de la Vuelta de Obligado fue desigual por la superioridad tecnológica y numérica de los extranjeros pero heroico por la voluntad puesta por los argentinos. La cosa no terminó allí sino que el hostigamiento a los intrusos se mantuvo río arriba. Al llegar a Corrientes y a Paraguay la expedición ya era un fiasco desde el punto de vista comercial. Al regreso, a la altura de Punta Quebracho, actual Puerto Gral. San Martín (Rosario), nuevamente esperaban a la flota las fuerzas nacionales y le impusieron una importante derrota.
Por un instante el influjo de torpes diplomáticos hizo desvariar en una mediocre comedia a los dos imperios que subestimaron a un astuto e inteligente estadista criollo que conocía demasiado bien su gente y su terruño. La intervención anglo-francesa terminó con sendos tratados favorables a la Argentina. Sarmiento ya en su Facundo de 1845 demuestra su enojo por la actitud conciliadora de los europeos hacia Rosas. Él era partidario de una intervención en regla…
No resulta entonces antojadizo recordar el 20 de noviembre como día de la soberanía nacional si bien existen otras fechas también memorables. Peleamos por lo nuestro, fuimos derrotados pero se supo construir una victoria de dicha derrota, impusimos al extranjero el respeto por las leyes y las decisiones nacionales. ¿Hace falta más?
Por los años 1876/77, Robert Cunninghame Graham relata cómo habiendo parado en una pulpería de las pampas meridionales, se produjo una pelea entre algunos paisanos jóvenes y un gaucho ya entrado en años. Este último enojado sacó su cuchillo y se dispuso al combate al grito de “Viva Rosas”…El tiempo había pasado más el ascendiente del hombre, no.
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